Juan Huallparrimachi
Uno de los personajes más fascinantes de nuestra guerra de la
independencia en el Alto Perú fue el joven indio
Juan Huallparrimachi.
Era este un joven de muy bella y gallarda apostura, poco más que un
adolescente, quien se incorporó a las huestes de Manuel Padilla y
Juana Azurduy al mando de un regimiento de honderos indígenas
quienes con el avezado uso de la “huaraka” rindieron servicios muy
útiles a la causa patriota. |
Como si estos antecedentes no fueran suficientes, Juana Azurduy
insistió con vehemencia hasta el fin de sus años que la madre del joven cholo
era a su vez descendiente directa del Inca Huáscar.
Era quizás inevitable que de esta mezcla de sangres reales, indígenas, nobles e
ilegítimas no pudiera sino salir un espécimen extraordinariamente original.
Huallaparrimachi fue un ser enigmático, heroico y a la vez romántico.
Su asombroso coraje durante los durísimos encuentros con el enemigo había echado
fama en una vasta región. Era también un avezado baqueano, lo que le permitía
indicar sendas inesperadas entre las montañas que favorecían la estrategia
guerrillera de huir y esconderse para luego repetir los ataques sorpresivos y
devastadores.
Se contaba que cierta vez que Manuel Ascencio Padilla había caído prisionero de
los realistas, y estaba en capilla para ser arcabuceado y cuando su vida ya no
valía ni un centavo, el joven indio, junto con Juana Azurduy, al favor de las
sombras de la noche desarrollando una inteligentísima estratagema, lograron
rescatarlo.
Cuando se daba la orden de atacar, Huallaparrimachi siempre iba por delante,
dando el ejemplo con los dientes apretados, taloneando rabiosamente su caballo,
con su honda girando letalmente por encima de las cabezas. Era alto, fuerte y
musculoso y en los entreveros cuerpo a cuerpo era temíblemente eficaz, uniendo
su alarido al aterrorizante japapeo de los quechuas y aymaras en guerra.
Luz que me despiertas cada mañana
Con
la sonrisa rosada de otra aurora que llega
y, muy despacio, va dorando el cielo,
mientras un sol madrugador, entibia
del aire la caricia…
Mañanera, suave brisa,
si está mi amada despierta,
llévale este hato de besos,
que en mi boca tengo presos.
En cuanto llegas, amigo sol,
lo que la noche esfuma con su oscuridad,
se llena de vida, luz y calor.
¡Buen día, Apu-Inti! ¡Buen día, mi Dios-Sol!
No te vuelvas ardiente,
No la hieras quemante.
Sé bueno, tus rayos entibia.
Torna tu luz tan suave,
que hasta su rostro llegue,
cual tímida caricia, como ese beso leve,
¡que mis labios ansiosos,
a darle no se atreven!
¡Apu-Inti, del mundo todas las maravillas
con ti despiertan y ellas son mis amigas!
¡Buenos días, aurora clara!
¡Buenos días, quieta montaña!
¡Al
sol, toda de oro, y en la noche, de plata!
Buen día, cielo limpio con sol recién nacido,
pasto flor, río calmo, arroyo cristalino…
A ti
arroyo, te hablo:
corriente de agua clara, tú que copias su imagen
y la llenas de besos, cuando la baña tu agua,
¿No te das cuenta cuán feliz eres?
Hoy
otro día nace, donde todo está riente,
Y como todo es un sueño dichoso y transparente,
mi alma enamorada le envía su saludo.
Se ha dormido mi pena, Se la llevó la noche.
¡Al arribo del día mi dolor queda mudo!
Pero por sobre todas las cosas el joven quechua era un poeta
Irpillarajmin, urpiy carckanqui
Maypachan ñocka
Intihuan jina ñausayarckani
Ckahuaycususpa.
Pichoncita eras aún, paloma mía,
cuando, como el sol
me deslumbraste.
Ñahuayquicuna ppallallaj ckoillor
Llippipipispa
Laccaytutapi, hillapa jina
Musppachihuancu.
Tus ojos, titilando cual estrellas
en la noche oscura
fueron el relámpago
que me hicieron delirar.
Entre la muerte, la desdicha, el terror, surgían versos platónicos y románticos que Huallaparrimachi dedicaba a una enamorada anónima que es de sospechar fuese la mismísima doña Juana. Ésta, que según quienes la conocieron jamás hubiese osado serle infiel a Padilla, apreciaba y escuchaba con atención las composiciones en quechua del joven indio, que solía musicalizarlas con su quena.
Ña, ñockapajka, inti tutayan
Yuyay chincajtin
Musppa purejtij mananampipis
¡Alau! Nihuancu
Ya para mí el sol no brilla.
Ando loco y delirante,
y nadie me conoce, ni saluda
diciéndome, ¡Hola!
Ancay lijranta mañaricuspa
Llantumusckayqui.
Hayrahuan ppahuanayayman
Prestándome alas del cóndor
te haré sombra.
Con el volar del viento
te acariciaré.
Causayninchajta quipuycurckanchej
Manam Huañuypis
Ttacahusunchu, Huiñay-Huiñaypaj
Ujllamin casun.
Nuestras vidas enlasamos
y ni la muerte
nos separará. En la eternidad
Uno solo seremos.
El indiecito, casi seguramente nieto de rey y descendiente directo de inca, murió como se moría entonces, como no podía dejar de morirse en esa tierra inhóspita infestada de odio y de paludismo, de venganzas y de penurias, tan intensos como blanca era la nieve del Illimani y como azul era el cielo de los inviernos, como casi inevitable era que muriesen las almas nobles adornadas de coraje y de sensibilidad. El 2 de Agosto de 1814, en el cerro de las Carretas, murió con el pecho destrozado por un lanzazo. La idealizante tradición, quizás la verisímil historia, dice que fue por evitar que esa misma lanza hiriera a doña Juana, quien se batía desesperadamente contra la partida realista que los había sorprendido en medio de la noche.
Huañuyta maskaj, ñocka riscani
Auckanchejcuna
Jamullanckancu, pucrancura
Jalatatajmin.
Voy en busca de la muerte.
Nuestros enemigos
ya vendrán
levantando sus campamentos.
Illarejpacha pputiy ayckechej
Maypipis casaj
Ckanlla sonckoyta pparackechinqui
Causanaycama.
Mientras te encuentres en este mundo
harás huir la pena, y donde
me encuentre, tú sola harás
latir mi corazón.
Misti ckkajajtin lansatataspa,
Yuyaricunqui
Mayjinatachus ckanraycu kkajan
Ijma sonckoycka.
Cuando arda el Misti, vomitando
fuego, te has de acordar
cómo para ti arde
mi corazón oprimido.
De
la obra “El Grito Sagrado” de Pacho O’Donnell – 9ª. Edición – Agosto 1998 –
Editorial Sudamericana – Buenos Aires.