Osman Mercado Sánchez
ciudadano boliviano, reside en Santa Cruz.

Hace años que conocí la opinión de Jorge Luis Borges respecto del recuerdo. Según él, “la memoria modifica los hechos y las cosas”. Es decir, el recuerdo —que es un acto de la memoria— es una operación enteramente personal. Sucesivamente, la realidad vivida puede ir modificándose de acuerdo a las versiones que se presenten. García Márquez en Vivir para contarla, como un enunciado, por delante de la obra dice: “la vida no es la que uno vivió, sino cómo la recuerda”. Más adelante afirma: “Hasta la adolescencia la memoria tiene más interés en el futuro que en el pasado, porque los recuerdos todavía no están idealizados por la nostalgia”.

He realizado este amplio preámbulo para contar que en los días de Semana Santa, de este mes de marzo del 2005, volví a Sucre después de más de 20 años. Pero no son los recuerdos del 80 y tantos del siglo pasado los que quiero confrontar con estas sensaciones nuevas o frescas que viví, sino los primerizos, aquellos que experimenté con 19 años cumplidos, hace casi 50 años, que comenzaron en enero de 1957 y se prolongaron por espacio de seis años, o sea hasta 1962. Ya me referí al criterio tanto de Borges como de García Márquez respecto del recuerdo. ¡Dios me libre de la insensatez de desautorizar a semejantes autores! Sin embargo, quiero arriesgar este concepto: si la intensidad de las vivencias son tan fuertes, es posible que los recuerdos, al re-tomarlos, puedan volver con una autenticidad tan alta, que al confrontarlos con la realidad actual no queden desairados, por más que hubiese pasado medio siglo. Esta teoría es la que quiero demostrar.

El avión que me llevó a Sucre desde Cochabamba inició maniobras de aterrizaje a los 25 minutos de vuelo; y, mientras se acomodaba, desde una de las ventanillas de la nave pude echarle una ojeada aérea a la ciudad y a pesar de la brevedad de la visión, me di cuenta de dos cosas. Primero, el enorme crecimiento experimentado por la capital de la República, no correspondía para nada a la maqueta kafkiana que tenía guardada. Es que Sucre ya es no más la pequeña ciudadela de hace medio siglo. Esto por un lado. De otra parte, los cerros color azul Prusia que circundan la ciudad, y que están por encima del Sica Sica y El Churuquella, siguen siendo iguales a como los conocí y los recordaba. Esto me alegró. Una vez traspuesta la pequeña terminal aeroportuaria no me recibieron los vetustos y escasos automóviles de alquiler que existían en la antigua Sucre, sino los versátiles transformer, que por lo visto han copado todas las ciudades del país.

Embarcado en uno de ellos inicié junto a mi familia, el descenso a la ciudad, la cual, a los pocos minutos salió a nuestro encuentro. Encaramados sobre colinas y morros; o precipitándose en las hondonadas, los nuevos barrios chuquisaqueños son una muestra incontrastable de la notable metamorfosis operada por la culta Charcas. Bordeamos el parque Bolívar; de un lado surge imponente la Corte Suprema sin que un feo edificio erigido a su lado pueda opacarla; al frente, el obelisco y el arco del triunfo, réplica de los parisinos de Francia, mantienen su serena y bien lograda imitación. Bajamos por detrás del teatro Foayer y luego iniciamos la penetración al centro de la ciudad. Con los sentidos al máximo de alerta voy recogiendo las sensaciones que me producen este reencuentro con mi lejano pasado sucrense. Una emoción subida me domina y perturba que pueda efectuar una evaluación comparativa ecuánime. Sin embargo, logro dominarme y consigo recuperar claramente la primitiva impresión que sentí cuando llegué a esta ciudad; la de suponer que recién han lavado las calles, tal es la sensación de orfandad que produce el mirar esas viejas calles casi vacías de gente, vehículos y hasta perros. El eco producido por las bocinas de los autos tiene en Sucre una resonancia, una amplificación que no se percibe por ejemplo en la bullanguera Santa Cruz.

Primera conclusión: Sucre no está contaminada por el ruido; es en síntesis una ciudad especial para las vacaciones, el relax y el descanso.

En los días siguientes visité iglesias y museos; fui al cementerio, el parque y a la Gruta; estuve en la plaza 25 de Mayo y en el mercado central; subí a la Recoleta y al cerro del Cristo; caminé por barrios nuevos y desande por viejas calles. Debo confesar con satisfacción y hasta con agradecimiento que de lo conocido de antaño, comparado con la vivencia actual, casi no hay discordancia. Los recuerdos guardados por años y ahora aflorados, encajan perfectamente con la realidad presente. Sólo la gente ha cambiado. No conocía casi a nadie. A un amigo sucrense que encontré casualmente le comenté esta extraña situación. “Todo es cuestión económica”, me contestó. “La mayoría de las familias tradicionales de Sucre están en La Paz, Santa Cruz o en el exterior. La gente de ahora son potosinos, orureños o provincianos que se han venido a radicar a la capital. Casi nadie es de acá”, concluyó. Es triste este destino de la capital, el de no poder retener a su gente que tiene que emigrar a otras tierras en busca de mejor vida. De cualquier modo se puede afirmar que Sucre es una ciudad privilegiada comparándola con las ciudades de La Paz o Santa Cruz: Sucre, por ejemplo, no tiene sobre su cabeza, como tiene La Paz a un El Alto desafiante que amenaza con sitiarla. Tampoco tiene Sucre como Santa Cruz, 40.000 vendedores ambulantes posesionados en las calles y avenidas. Y sólo tiene dos mercados, a cambio de los 50 de la capital grigotana. En la capital de la República no reina el caos vehicular, la inseguridad ciudadana y la suciedad que se percibe en Santa Cruz o La Paz. Sus 2.800 metros sobre el nivel del mar, están lejos de los 3.600 de La Paz; y su temperatura promedio es de 20 °C, un abismo comparados con los 35-37 °C de Santa Cruz.

Sucre; aristocrática y señorial, ayer hoy y siempre. Sucre, su sol tibio y su brisa fresca y estimulante. Sucre y sus calles apacibles, tranquilas y sedantes. Es gratificante poder pasar algunos días en Sucre, es hasta terapéutico. Ojala pudiera volver a disfrutarla nuevamente.