P R E S E N T A C I Ó N

 

El Museo Roca e Instituto de Investigaciones Históricas, a través de su programa de Historia Visual publica el libro

número treinta y cinco titulado Juana Azurduy de América. La investigación histórica y los textos estuvieron a cargo

de la profesora Ivanna Margarucci, colaboradora entusiasta de este organismo.

Azurduy fue una líder revolucionaria boliviana en las luchas por la emancipación latinoamericana. Participó también en nuestro país bajo las órdenes del general Martín Miguel de Güemes, en Salta.
 

Como muy bien expresa la autora: “difícil es caracterizar a Juana Azurduy de Padilla a partir de un solo adjetivo, pues si hay algo que la define es que fue, ante todo, una figura multifacética. Una niña rebelde, una mujer enamorada, una madre tierna, una guerrillera luchadora… Muchas fueron las mujeres comprometidas con el proceso de la independencia americana. Sin embargo, ninguna de ellas se destacó tanto como ella. Su compromiso con la causa emancipadora y sus capacidades organizativas -que la llevaron a liderar cuerpos de guerreros y guerreras, “Los Leales” y “Las Amazonas”- hacen de ella una personalidad sobresaliente.
 

Fue distinguida a instancias de Belgrano en 1816, recibiendo el grado de Teniente Coronel del Ejército Argentino.

En 1825 Simón Bolívar la ascendió al grado de Coronela del Ejército de Bolivia. En 2009 el gobierno argentino la

promovió al Grado de General del Ejército Nacional Argentino. La Asamblea Legislativa de Bolivia decidió “conferirle

el Grado de Mariscal del Estado Plurinacional de Bolivia” en 2011.

Nuestro profundo agradecimiento al artista Guillermo Roux que nos permitió utilizar sus bellísimos dibujos que

ilustran el libro Juana Azurudy de Pacho O’Donnell.

Marcela F. Garrido

Productora Ejecutiva de Historia Visual

.

 “Tan cabal era la repartición que

ella hacía de su amor entre su

marido y la patria, que muchos

creían que amaba a la patria por

seguir las pasiones de su marido,

mientras que muchos otros

aseguraban que lo que más amaba

en su marido era su grande

patriotismo.”

Vicente Fidel López2

 

 

1. El fin de la era de la insurrección andina 1780.
El mestizo descendiente de incas Túpac Amaru se rebela en la zona de Cuzco. Lo acompañan criollos, mestizos, mulatos e indios de las regiones próximas. Lo apoya y participa de la “gran rebelión” su esposa Micaela Bastidas, nombrada por aquel “comandante en su ausencia”. Piden el fin de los abusos; rechazan el orden colonial. El levantamiento fracasa. Túpac Amaru y Micaela Bastidas son torturados y ejecutados. A los dos, les cortan la lengua; los cuerpos de ellos son desmembrados y sus cabezas y extremidades exhibidas en las ciudades plegadas a la insurrección. Las autoridades coloniales quieren mostrar su poder, escarmentar a los insurrectos; no quieren que otros –igualmente oprimidos por el sistema colonial, igualmente
explotados por la Corona, los hacendados y los mineros- sigan aquel ejemplo. No lo consiguen. La rebelión se expande. Atraviesa la difícil geografía del altiplano.

 

1781. Túpac Catari, indio del común, aymara, de oficio trajinante -comerciante-, recibe una importante misión. Desde Cuzco, durante la rebelión de Túpac Amaru, es nombrado coronel, con el propósito de reclutar indios rebeldes en el sur del Alto Perú. Forma un ejército de cuarenta mil hombres, que sitia dos veces a la ciudad de La Paz. Actúan junto a él, su esposa Bartolina Sisa y su hermana Gregoria Apaza. Los asedios fracasan; Catari es traicionado por los suyos y apresado por los españoles. Más tarde, lo son sus parientes. Todos ellos corren un destino similar al de Túpac Amaru y los suyos: la crueldad de la tortura, el descuartizamiento y la exhibición de los miembros a modo de trofeo y escarmiento realista. Mientras tanto, entre 1777 y 1781, el curaca aymara Tomás Catari, en la zona de Chayanta, Potosí encabeza otra lucha.

Los indios, descontentos, nada quieren saber del corregidor -la autoridad política local- y de los jueces de la Audiencia de Charcas -el más alto tribunal de justicia de la región-. Ven la autonomía de sus ayllus, sus comunidades, permanentemente
cercenada por aquellos. Dan la pelea en los tribunales virreinales: Tomás Catari marcha a pie hasta Buenos Aires para que el Virrey escuche el reclamo. También utilizan la violencia. La Audiencia de Charcas, en secreto, ofrece una recompensa por la captura del líder indígena. Junto a otros participantes de la rebelión, es finalmente asesinado: cobardemente, lo atan de manos y lo arrojan por un barranco. Tras el  asesinato, la mujer, Kurusa Yawr, pasa de ser ama de casa a liderar la lucha indígena; junto a los hermanos de Catari, libera comunidades, forma ejércitos y sitia dos veces a la Ciudadela de Choq’echaka
o Chuquisaca.
 

Ellos también, al final de cuentas, tienen la misma suerte: la muerte. En todo el altiplano, desde el norte - corazón de la cultura quechua- hasta el sur -centro de la cultura aymara- se respira el aire de la violencia y la rebelión. Se cierra de este modo, con estos tres episodios, aquello que algunos autores llaman de la “era de la insurrección andina”. Sin embargo, no habría que esperar mucho para que se abriera un nuevo ciclo insurgente, en el que criollos, mestizos e indios, y también las mujeres, fueran sus protagonistas principales, unidos todos ellos contra el viejo y caduco orden colonial que de las más diversas formas los asfixiaba y los oprimía.
 

 La tensa calma

 

Mientras toda la región se estremecía, el 12 de julio de 1780, nacía una niña en una hacienda del Cantón de Toroca, en las inmediaciones de Chuquisaca –hoy Sucre, Bolivia-. Sus padres la llamaron Juana. Chuquisaca, La Plata o Charcas era una ciudad antigua; había sido fundada entre 1537 y 1538. A fines del siglo dieciocho era todavía una urbe pequeña: contaba con quince mil habitantes, lo que la convertía en la segunda en tamaño -después de Buenos Aires- dentro del recientemente creado (1776) Virreinato del Río de la Plata. Pese a su tamaño, durante esos siglos de vida Chuquisaca tuvo una gran importancia dentro del orden administrativo colonial. En primer lugar, debido a su relativa prosperidad económica; una consecuencia de la cercanía con la ciudad y el Cerro Rico de Potosí, fuente de plata que, desde finales del siglo dieciséis, había provisto las arcas de la corona española y estructurado la economía del espacio rioplatense.En segundo lugar, porque fue sede de importantes instituciones coloniales.

 

 Establecimientos religiosos, como el Arzobispado de La Plata; judiciales, como la Audiencia de Charcas y educativas, como la Universidad Mayor, Real y Pontificia de San Francisco Xavier de Chuquisaca -una de las más tradicionales de la América española-. La sociedad chuquisaquense se encontraba profundamente estratificada. La cúspide estaba integrada por hombres blancos con dinero: hacendados, mineros, comerciantes o funcionarios coloniales, militares o religiosos. Dentro de este estrato, existía una diferencia de jerarquía (social y en relación a los cargos públicos que les estaba permitido ocupar) entre los peninsulares –aquellos hombres nacidos en España- y los criollos - descendientes de españoles, nacidos en América-. La fuente de la riqueza y de reputación social de este grupo no residía exclusivamente en el color de su piel y su procedencia, sino también en el trabajo obligatorio de una inmensa mayoría de mestizos e indios que, bajo diferentes formas de explotación, estaban sometidos a los hombres blancos, estándoles fuertemente limitada toda posibilidad de ascenso social. Además de esta estratificación social y étnica, la sociedad en la que nació Juana era extremadamente patriarcal.
Las mujeres eran consideradas como menores, que debían estar bajo la tutela
de un hombre al que le debían obediencia absoluta: en primera instancia, a sus padres, y más tarde, a sus maridos. Debido a su inferioridad, incapacidad e insensatez naturales, la educación que recibían -en caso de recibirla- tenía por objeto afianzar en ellas los valores cristianos y prepararlas para el matrimonio y las tareas del hogar. La otra opción que tenían era el ingreso en el convento para dedicarse, bajo una férrea disciplina, a la vida devota y contemplativa. De este modo, en las colonias americanas no se contemplaba bajo ningún aspecto la intervención y participación del sexo femenino en el ámbito público, político o militar. La vida de Juana y la de su madre, sin embargo, lograron quebrar las rigurosas normas sociales del mundo colonial.

Pese a su condición de “chola”, Doña Eulalia Bermúdez - la mamá de Juana- consiguió atravesar las barreras que separaban a los blancos de los mestizos y ascender social y económicamente, al vincularse con Don Matías Azurduy, hombre blanco, de linaje noble y prominente hacendado de la región. Fruto de esta relación, nació en 1778 Blas, quien murió prematuramente. Sus padres
lamentaron profundamente la pérdida.

Sus padres lamentaron profundamente la pérdida. Tener un nuevo hijo varón se convirtió en su deseo más ferviente. Sin embargo, la esperanza no se cumplió: en 1780, nació Juana y en 1782, otra niña, Rosalía. Dicha expectativa frustrada muy probablemente haya tenido que ver con el rumbo que la vida de Juana tomó ya desde sus primeros años. De pequeña, la niña mantuvo una relación muy estrecha con su padre. Con frecuencia, y a diferencia de su hermana, lo acompañaba en las faenas rurales de las haciendas. Faenas pesadas, impropias de una damita de alta sociedad; pero que ella disfrutaba enormemente. Ayudando a su padre en el trabajo con el ganado, Juana aprendió a cabalgar de la forma en que lo hacían los hombres.