Acompañándolo a las tierras de labor cultivadas por los indígenas, tomó contacto y asimiló sus ancestrales costumbres y sus complicadas lenguas - el aymara y el quechua-. Así, la muchacha cultivó una personalidad libre y rebelde, cuestionadora en espíritu y en acto de muchas de las rígidas tradiciones que regían la sociedad altoperuana. La vida de Juana en la hacienda de Toroca fue importante por otro motivo. Allí, conoció a la familia Padilla, que como la suya, era propietaria de haciendas en la región. Don Melchor era amigo de Don Matías. Él y sus hijos, Pedro y Manuel Ascencio, compartían muchos momentos con aquel; momentos de trabajo en el campo así como momentos de ocio y dispersión en reuniones y tertulias. De ese modo, la joven tuvo oportunidad de conocer a Manuel, un joven con quien se reencontraría hecho un hombre algunos años después.
El paso de la niñez a la juventud de Juana estuvo atravesado por la tragedia. Primero, a raíz de causas desconocidas, murió su madre. Poco tiempo después, presumiblemente asesinado por motivos pasionales, falleció su padre. Petrona Azurduy y Francisco Díaz Vayo –tíos de las hermanas Azurduy-se hicieron cargo de ellas, más interesados por la herencia que les habían dejado sus padres, que por un sincero afán de cuidarlas. La relación entre ellos y la intrépida Juana fue tensa y conflictiva. Con el afán concretar sus intereses
materiales y de “domesticarla”, decidieron enviar a la sobrina mayor al Monasterio de Santa Teresa de la Orden de las Carmelitas Descalzas.
La vida en el convento no fue fácil para la joven. La religión -y más aún, la disciplina conventual-, buscaban imponer en las mujeres enclaustradas los valores patriarcales que estructuraban la sociedad colonial, exigiendo además de ellas los ideales de recato y castidad. Valores e ideales que estaban lejos de cuajar con el carácter indómito de Juana. Sin embargo y a pesar de sus padecimientos, esta consiguió aprovechar las posibilidades de educación que el convento brindaba a las internadas. Allí, según sus compañeras, habría leído acerca de la vida y los combates de santos guerreros como San Luis el Cruzado y San Ignacio de Loyola o de mujeres como Sor Juana Inés de la Cruz y Juana de Arco, siendo inspirada por las aventuras, el heroísmo y los martirios de estos personajes.
Algunas versiones indican que la huérfana fue expulsada de la institución, a causa de un conflicto con la madre superiora. Otras señalan que se marchó de allí por voluntad propia. Lo cierto es que con diecisiete años de edad abandonó el convento, resolviendo sus tíos y tutores, que regresara al campo y se hiciera cargo de la hacienda de su padre en Toroca. Instalada allí, retomó el contacto con la familia Padilla: primero, con Doña Eufemia Gallardo -esposa de Melchor-, a quien visitaba asiduamente, y luego, probablemente gracias a la
intermediación de esta, con su hijo Manuel.
Juana y Manuel se hicieron amigos y se enamoraron en un mismo acto. Además de la atracción física -él es descrito en la literatura como un hombre atractivo y de buen porte-, fue determinante para la unión de la pareja, los gustos e inquietudes que ambos poseían en común.
El amor por la vida rural, en primer lugar; pero también, sus preocupaciones políticas y sociales, relacionadas con el dominio colonial que desde hacía varios siglos pesaba sobre América y las injusticias de todo tipo, que en ese contexto, padecían los indígenas. La discusión acerca de la permanencia del vínculo colonial con España era particularmente fuerte en algunos ámbitos específicos, como la Universidad de Chuquisaca. En verdad, Manuel no era estudiante de la institución, aunque sí había forjado una interesante amistad con varios de ellos, como Mariano Moreno, Bernardo de Monteagudo y Juan José Castelli. En las reuniones mantenidas por el chuquisaquense y estos jóvenes abajeños, se alternaban acalorados debates acerca de la situación política local y europea y las ideas de los pensadores de la Ilustración… Y más tarde, Juana se enteraba de lo que discutían por intermedio de Manuel. Así, el
intercambio con estos personajes, importantes líderes de la independencia rioplatense y altoperuana, fue de gran influencia para el desarrollo del pensamiento y la lucha libertaria de la pareja.

En 1799 Juana y Manuel contrajeron matrimonio. Ella tenía diecinueve años y él veinticinco. Habitaron la casa en la que vivían los padres de Manuel, cercana a la plaza central y a la Catedral de Chuquisaca. Los hijos vinieron después de algunos años. En 1806, nació el primogénito llamado como su padre, Manuel. Luego, la pareja tuvo otros tres hijos: Mariano, Juliana y Mercedes. Juana se dedicó de lleno a ellos, prodigándole todo el cariño y devoción de madre. Por su parte, Manuel se encargaba de la administración de las siete haciendas de las que eran propietarios en toda la jurisdicción de Chuquisaca. La posición económica y social de la familia era muy buena. Así las cosas, Manuel intentó
comenzar una carrera como funcionario colonial, ambición que quedó trunca debido a que los principales cargos de gobierno estaban ocupados y monopolizados por los peninsulares.