4.-
Morir antes que claudicar

 

La tragedia no desanimó a la pareja. Más bien, encendió sus ánimos revolucionarios. El dolor de la Patria, de la Libertad y de la Independencia, era más fuerte que el dolor de una madre y de un padre.

Asimismo, tenían un nuevo argumento, un nuevo motivo contra los españoles. A partir de este momento, la lucha contra los tablacasacas  fue a todo o nada, volviéndose extremadamente brutal. En agosto de 1814, una nueva desdicha golpeó a los Padilla: Juan Wallparrimachi murió, alcanzado por el tiro de un arcabuz o atravesado por una lanza –no hay acuerdo entre las versiones de los historiadores en la Batalla del Cerro de las Carretas, localidad ubicada las inmediaciones de Tarabuco. Sus versos más recientes parecían presagiar su triste final, sin dejar nunca de manifestar su amor por su enamorada oculta.

 

Huañuyta maskaj, ñocka riscani / Voy en busca de la muerte.

Auckanchejcuna / Nuestros enemigos

Jamullanckancu, pucarancuna / Ya vendrán

Jalatatajmin. / Levantando sus campamentos.

Illarejpacha pputiy ayckechej / Mientras te  encuentres en este mundo

Maypipis casaj / Harás huir la pena, y donde

Ckanlla sonckoyta pparackechinqui / Me encuentre,tú sola harás

Causanaycama. / Latir mi corazón.

Misti ckkajajtin lansatataspa. / Cuando arda el Misti,vomitando

Yuyaricunqui / Fuego, te has de acordar

Mafinatachus ckanraycu kkajan / Como para ti arde

Ijma sonckgycka. / Mi corazón oprimido.

 

La derrota en la batalla tuvo nefastas consecuencias para el grupo guerrillero: Juana y Manuel no sólo perdieron a su hombre de confianza, sino también a una importante porción de las fuerzas revolucionarias, dispersas tras el enfrentamiento.

 

Sin embargo, en medio del dolor causado por la pérdida de los seres queridos y el revés militar, asomaba la esperanza, tanto para la familia del caudillo chuquisaqueño como para la causa patriota. Durante ese año, Juana quedó

embarazada. El desarrollo del embarazo, así como el propio parto de la criatura, tuvieron lugar bajo el fragor del combate. Peleó encinta junto a su marido y a su tropa en el Cerro de Carretas. Un mes más tarde, en septiembre de 1814, participó en una batalla en Tarabuco en la que, aun estando en esa delicada condición, arrebató el estandarte español a un teniente coronel enemigo. Meses después, durante la Batalla de Pitantora, entró en trabajo de parto y a orillas del Río Grande dio a luz a la última de sus hijas que llamó Luisa. Buscando ponerlas a salvo, Manuel obligó a su mujer a buscar refugio, escoltada por algunos hombres de su tropa: el Sargento Romualdo Loayza y cuatro soldados. Mientras vadeaban el río con sus caballos, ella los oyó conspirar. Algunos mencionan que querían la cabeza de Juana, por la que los realistas habían puesto un elevado precio. Otros señalan que fue por la caja con el botín de guerra, custodiado por la guerrillera con celoso fervor. Sea como fuere, la heroína, con la niña protegida por su brazo izquierdo, tomó su sable con el otro brazo, derribó de un sablazo a Loayza, puso en fuga al resto de los hombres y cruzó cabalgando el Río Grande a contracorriente, logrando poner a salvo su propia vida y la de su hija recién nacida.

 

Los esposos Padilla eran conscientes de los peligros que corría la pequeña Luisa si permanecía a su lado. Dispuestos a evitarle un destino similar al de sus difuntos hermanos, resolvieron, seguramente con mucho dolor, dejarla a cargo de la india Anastasia Mamani, quien fue su cuidadora mientras su madre permaneció en el frente. En mayo de 1815, los esposos Padilla lograron concretar uno de sus principales objetivos: ocupar su ciudad natal, Chuquisaca. La población local recibió a los patriotas con manifestaciones de júbilo. Juana fue especialmente ovacionada por los chuquisaquenses, quienes le arrojaron flores mientras avanzaba por las calles de la ciudad, escoltada por “Los Leales” y “Las Amazonas”. Manuel fue designado por el nuevo cabildo, jefe político y militar de Chuquisaca, de los cuales sólo aceptó el segundo de los cargos. También, durante el transcurso de ese año, llegó a territorio altoperuano la “Tercera Expedición Auxiliadora”, con la misión de ayudar a las guerrillas en su resistencia contra las armas realistas.

 

No obstante, su comandante –el general José Rondeau- mandó al caudillo a abandonar Chuquisaca y retornar a La Laguna, orden que obedeció. Asimismo, a finales de 1815 el ejército independiente sufrió dos importantes derrotas que sellaron la suerte de la expedición: primero, en la Batalla de Venta y Media y más tarde, en la de Sipe-Sipe. El fracaso militar estuvo directamente vinculado a los graves errores cometidos por Rondeau. Malas decisiones estratégicas y particularmente, la resolución de dispersar las tropas que formaban las republiquetas, incorporando a los guerrilleros en los regimientos de su ejército y quedando sin mando sus líderes, muchos de los cuales dimitieron y se retiraron a sus localidades. Este fue el caso de Juana y de Manuel, que regresaron a La Laguna sin su tropa. Fue durante la retirada de Rondeau del Alto Perú, cuando este se vio obligado, ahora sí, a solicitarle a Padilla sus “…tan constantes y distinguidos servicios…”: que hostilizara al enemigo español entre tanto él y sus hombres huían hacia Salta.
 

Manuel Padilla respondió al general en la “Carta de la Reservada” de la siguiente manera:

“Lo haré como he acostumbrado hacerlo en
más de cinco años por amor a la
independencia, que es la que defiende el Alto
Perú, donde los altoperuanos privados de sus
propios recursos no han descansado en seis
años de desgracias, sembrando de cadáveres
sus campos, sus pueblos de huérfanos y
viudas, marcado con el llanto, el luto y la
miseria, errantes los habitantes de cuarenta y
ocho pueblos que han sido incendiados, llenos
los calabozos de hombres y mujeres que han
sido sacrificados por la ferocidad de sus
implacables enemigos, hechos el oprobio y el
ludibrio del Ejército de Buenos Aires, vejados,
desatendidos sus méritos, insolutos sus
créditos y en fin el hijo del Alto Perú mirado
como enemigo, mientras el enemigo español
es protegido y considerado.”

 


Al tiempo que el caudillo accedía otorgar el apoyo pedido por Rondeau, cuestionaba al comandante por las ofensas y los agravios cometidos por los gobernantes y militares porteños hacia su propia persona y el resto de los caudillos, así como hacia las tropas y la población local. “Mil ejemplares de horror [que] pudieran haber irritado el ánimo de estos habitantes que U.S. llama en su auxilio…”, lo que sin embargo no ocurrió, ya que su voluntad de continuar
con la sacrificada lucha independentista se mantenía incólume, pero que lo hacían dudar a Manuel “…si Buenos Aires defiende la América para los americanos…”

Las palabras, las expresiones y el tono general de indignación indicaban no sólo su enojo personal, sino el inicio de una fuerza centrípeta que a partir de entonces será irreversible: el alejamiento del Alto Perú del resto de las provincias del Río de La Plata. El retiro definitivo de las tropas porteñas implicó el abandono de las guerrillas altoperuanas a su suerte. De este modo, la balanza se inclinó en favor del ejército realista, que recuperó el control del territorio y consolidó su dominio en la región. Se incrementó con ello, la persecución y la represión hacia los combatientes revolucionarios, pero también, en la adversidad, aumentó el heroísmo que desplegaron. Así, mientras se intentaba eliminar los últimos vestigios de la resistencia patriota representada por los Padilla y otros caudillos, Juana fue protagonista de numerosas acciones memorables.

El 3 de marzo de 1816 se libró la Batalla del Villar. Según la Gaceta del 10 de agosto de 1816, la tropa comandada por la guerrillera, compuesta de treinta fusileros criollos y doscientos indios armados de hondas, palos y flechas, emboscó y contraatacó exitosamente al temible batallón del coronel José Santos de La Hera, conocido como “La Guardia del General”. Quince españoles muertos y veinte heridos fue el saldo que dejó el combate, cifra que más tarde aumentó tras la persecución de los sobrevivientes que intentaron escapar. Aprovechando ese momento de confusión, la heroína arrancó, impiadosamente, el pabellón real y con él la vida del abanderado de las fuerzas enemigas, el teniente coronel Pedro Herrera.